sábado, 28 de abril de 2012

PULSO

"Es el hecho del hombre indefinidamente presente a sí mismo lo que asusta. Pero debe ser ahí donde se está mejor, más cómodo para vivir la desesperación, con estos hombres sin decencia que ignoran estar desesperados." M. Duras


 Una historia para empezar. En una tribu tsimshian, una princesa tuvo a un hijo a quien llama “pequeña foca”. Éste al crecer se convierte en un gran pescador. Su abuelo, el jefe de su tribu, ofrece fiestas a los jefes vecinos, compartiendo el festín que su nieto brinda. Circunstancia que servía para presentar al joven en sociedad. Sin embargo, olvidó invitar al jefe de una de las tribus. Así, un día en el mar “pequeña foca” es asesinado ya que no es reconocido por los pescadores de la tribu que no fue invitada a la fiesta. La madre murió de pena, el abuelo de culpa.

 El relato habla de la experiencia brutal de ser nadie. Posiblemente vivida por muchos en una fiesta a la cual no hemos sido invitados. O en un trabajo en que el jefe no sabe cuál es nuestro nombre. O peor, en una relación amorosa sin nombre. De esas en las que no sabemos que somos para el otro. De ahí que siempre sea más fácil poner el cuerpo, circular sexualmente que asumir la pregunta del amor: qué soy para ti, qué eres para mí.

Amar es una ética a la inversa de la capitalista. Ya que implica no tomar al otro como pedazo de carne que me complete a mi disposición (como la oferta de objetos de Mercado), no retenerlo ni poseerlo; sino que se trata de la obligación de desprenderse. Como tener un hijo: se le otorga un nombre para circular en el mundo, más allá de mí, para que invente otra historia. A las cosas no se les da un nombre, o si se les da, ya son otra cosa que su versión primera.

A veces se toma a los hijos como cosas, a veces nos exponemos como cosas en ciertas experiencias.

 Una escena infantil ahora: un campo donde no fui presentada durante mucho tiempo. Los adultos no sé donde, los niños en algún rincón oculto. Nosotros los niños sin nombre, elegidos siempre para la canalización de la crueldad infantil. Sólo decir que no logro olvidar como escapé del hachazo en el cuello que el niño alfa del grupo tanto deseaba darme.

 Ser nadie se repite a veces. Tanta fijación, tanta obsesión, tanta manía para evitarse. Sobregirarse en las propias revoluciones. Evitar sobretodo el encuentro con una carne íntima pero desconocida, que a veces es fragmentos, otras veces se cosifica.

No soportarse: intolerancia pero también caída libre.

Un problema es recibir nombres mezquinos: chapas de la miopía psiquiátrica, de la cobardía de la norma macho (sobretodo si una es mujer), de la alienación de la cultura de la mercancía.

Nadie sabe cómo vivir, pero hoy se venden versiones empaquetadas y recalentables en horno microondas.

No.No se puede comprar, ni imitar. La vida se inventa. Si no hay nombre, darse uno. Uno amable que permita moverse. Un bautizo en serio. Con amor.

Desprenderse: del amor no correspondido, que nunca es amor. De la obsesión de la mirada de ese otro idealizado, al que le suponemos el don del reconocimiento. De la fijación por aquellos objetos que suponemos nos otorgarán la plenitud del paraíso perdido, pero que nunca alcanzan y empujan a la compulsión. De todo eso somos responsables.

Moverse. Mover el ojo.

Mirar tu propia carne desde arriba por ejemplo.

Prostituir las canciones. Escucharlas con nuevos fondos, robárselas a la fijación en un tiempo de una versión, dejar ir el verso. Así, no dolerán con otro cuerpo.

Un suspiro y estar vivo. Nombrar lo que pulsa.

Dormir hoy con alguien que diga mil veces mi nombre. Y reconocerme ahí. Poder dormir.

Pedir sin pegar golpes, dar y recibir sin tribulaciones, sin miedo.

Un suspiro más. Inventarse una vida.

sábado, 21 de abril de 2012

LA RUTA DE LA MIERDA


Tolerancia Cero, la guerra bien intencionada en democracia. No fumar, no beber, pero tampoco molestar al vecino, de eso se trata la primacía de lo privado, no perturbar al prójimo. Ese es el respeto hoy. Mi derecho a no tolerar la diferencia. Cada vez más parece que los humanos odiamos a los humanos y sus miserables comportamientos demasiado humanos. Cuestiones que alguna vez tuvieron que ver con la integración y la posibilidad del encuentro, hoy se sancionan como el Enemigo Interno de la sociedad.

El Enemigo Interno -que por cierto, como en toda segregación es tan interno y cercano- lleva a proyectar el mal en algún chivo expiatorio nuestra propia porquería. Un ejemplo es la Guerra contra las drogas.

No por nada la palabra pharmakon tiene una doble acepción: medicina y veneno. La droga no siempre ha tenido el mismo lugar en la cultura, el estatuto del consumidor varía de acuerdo del lugar político que el objeto droga ocupe en una sociedad. Mutó desde sus usos ritualizados, pasando por su uso como facilitador de la integración social, hacia la figura del enfermo moral, el enfermo víctima, hasta el delincuente: una verdadera ruta de la mierda.

Como ejercicio de resistencia frente a la naturalización de la satanización de la droga, vale la pena preguntarse por los criterios que definen quién es un adicto, quién un enfermo, quién un criminal. Claramente, se trata de criterios más bien políticos que de salud. Qué define que el alcohol sea legal, la marihuana ilegal, que las anfetaminas y otros fármacos con potencialidad adictiva se comercialicen libremente durante décadas hasta que son reemplazados por otros (mientras algunos se llenan los bolsillos capitalizando las patentes farmacéuticas)?

Hoy quién es un enfermo y quién un criminal? Porque la diferencia es de orden cuantitativo, con cuánto andabas. Pero hay que preguntarse quienes son los que deben revender la droga para poder consumirla? Los pobres. Una vez más se reproduce la lucha de clases.

Paradójicamente, la toxicidad de muchas sustancias hoy es consecuencia de la Guerra contra las Drogas. La pasta base es un buen ejemplo: es el producto de la regulación del éter en los países productores de cocaína en Latinoamérica. El problema es que el objetivo de los organismos antidroga y del narcotráfico coincide demasiado: la ilegalización que lleva a elevar los precios y reducir la pureza de las sustancias.

Se trata de una guerra empapada de inmoralidad pero con rostro de una hipermoralidad. Porque todos, pero todos sabemos quienes podemos acceder a la medicina y quienes seguirán comiendo de nuestros desechos, envenenándose.

Por qué se nos dice que drogarse es inmoral, o a lo menos es un problema? Claro que lo es, cuando se trata de un exceso, o cuando las sustancias que circulan en el mercado negro son brutalmente tóxicas. Pero no se sancionan otros excesos avalados por nuestros ejecutivos financieros o por los rostros sonrientes de televisión.

Medicina o veneno? es una oscilación que va a depender en parte de quién sea el que consume. El problema es que ese quien, es alguien que cuelga de las consecuencias de la cultura contemporánea en la subjetividad: tolerancia cero al dolor, empuje al goce inmediato, evitación de las tribulaciones de la sexualidad con sus tira y aflojes, preferencia por el autoerotismo y la búsqueda de la felicidad en lo objetos del Mercado. Todos adictos entonces? Más o menos sí.

El negocio está en prohibir algo que al mismo tiempo se promueve en el discurso social: la estupidez – por eso los estupefacientes son una tan buena alternativa- la estrechez de pensamiento.

De ahí que el problema de las drogas sea principalmente una cuestión política cuyas más nefastas consecuencias sean efecto de la cruzada moral contra las drogas. Crimen, intoxicaciones, y lo más perverso de todo: la reproducción de la desigualdad. Caviar para algunos, mierda para los de siempre. Inmoralidad legitimada para algunos, cárcel para los de siempre.

Es posible pensar una sociedad sin drogas? eso llevará a nada más que a darle más poder al poder, de ambos lados de esta guerra. Se trata de pensar al mundo sin adictos? Tampoco, todos somos adictos a veces. La adicción es bastante más amplia que el consumo de drogas ilícitas…

El consumo de drogas no es un crimen ni una enfermedad. Mientras que la adicción –cualquiera que esta sea, más allá de las sustancias ilícitas- genera dolor. Si hay algo que cualquier a-dicción implica es el desafío de dejar la compulsión, por la palabra. Cuestión muy distinta a quitar forzosamente una dependencia para lanzar al sujeto a las mismas condiciones que lo llevaron a ese punto, como también de sustituirla por alguna otra que suene tan bien que podamos comentarla con orgullo en la misa del domingo.

sábado, 14 de abril de 2012

DESOLACIÓN





Desterrado, nadie te quiso jamás, desterrado!,desterrado!,desterrado!, entristecido con el dolor de todas, todas, todas las tristezas, haz andado errabundo con tus manos cargadas de lamentables afectos lamentables, por encima de los cementerios, a la vera de las abandonadas ciudades, las abandonadas ciudades y las casas vacías, el más triste de todos los símbolos, y nunca, nunca, nunca, nunca, nunca te dijeron : “amigo”, Satanás.
Pablo De Rokha




La angustia duele. Carcome el cuerpo al punto de querer arrancar-se. Un trozo a veces. Desfigura, como un grito que excede la contención natural de las comisuras de la boca.

Habita el cuerpo, desterrando a quien podía decir algo desde esa morada. A pesar de que siempre es más fácil suponer que algo falta, sería más preciso decir que algo sobra.

Sobra: exceso y desecho.

La angustia a veces es el producto devastador tras el padecimiento de una pasión profunda. Cuando se trata de la pasión como deseo de poseer un objeto único.
Fijación que lleva a dislocarse del movimiento del planeta al que una vez uno perteneció. Pasión: padecimiento, pasivo, ser ocupado. Eso sobra.

Sobra la euforia cuando es patéticamente buscada, la fiesta permanente, sobra la compulsión al fin y al cabo. Lo compulsivo, como aquella búsqueda de la inmediatez de una satisfacción, repetitivo a muerte porque no se logra más que un instante que nunca alcanza. Y vuelve la angustia como una resaca de mañana de domingo, permanente (así imagino el infierno).

Sobra violencia. Esa violencia, que se justifica con culpas ajenas, con maldiciones de dioses, o políticos rancios. Pero hay violencias que vienen de adentro. Por eso se las busca, apasionan. Y te arremecen, y te rompen. Y te cambian para siempre, para volver igual. Hasta la tristeza.

La Violeta (la mía, por cierto) dice que se trata de una metodología. Una que lleva a recrear una escena para salir trasquilado. Una que lleva a perderlo todo, vía la violencia que obliga. A perder, aunque sea de la peor forma. Insisto, porque en la angustia sobra algo.

Así desde lo devastado, desde el vacío reunir los fragmentos, una creación posible.
Lo desolado es el exilio del territorio. Si la angustia en la desolación enmudece y se toma el cuerpo, es porque se trata del destierro del territorio de la palabra. Sobrar. No encontrar un lugar en el mundo donde alojar sin miedo a desvanecerse. Sin miedo a la muerte.

En cada encuentro con la desolación – devastación que nos arroja a la mudez de la angustia- actualizamos a ese Otro que no hizo lugar a nuestra palabra propia, porque no le hicimos falta. Como en el rechazo amoroso, como en el rechazo social: cuando no hacemos falta sobramos, somos desecho. Colgamos de unos hilos sin dueño. Desamparo.

El problema es que calculamos que se trata de llenar algo que falta, de completar- cuestión que es promovida por el discurso del Mercado: alcanzar Toda la satisfacción. Pero si hay algo que falta en la desolación no es la orientación del sol, que puede encandilar demasiado. Es quizás algo más parecido a luz del ocaso que marca un límite, una diferencia que permite ubicar distintos momentos, donde hay espacio para prender y apagar luces, cuestión que corre en la propia cuenta. Un lugar para existir. En la angustia lo que falta es la falta: espacio necesario para tener un lugar singular.

De ahí que el exceso no se combata con políticas de Tolerancias Cero, ni con la saturación contemporánea de soluciones versátiles para la vida moderna. Estas modalidades llevan a que sobre la pastilla y falte la creación. Crear algo nuevo es abrirse un espacio fuera del cuerpo con algo propio. Excederme pero sin exceso.
Des-ocuparse para que salgan los fantasmas. Que en mi caso tenían tomado el cuarto de la siesta infantil, lugar obligado después del Festival de la Una, lugar demasiado oscuro. Miedo. No poder dormir, desear dormir como sea. Sin lugar para alojar-me.

En la desolación no queda más que re-unirse en el espasmo sin Otro. Pero no sin otros, que acompañen, que acojan que escuchen, aunque sea parcialmente. Tocar el vacío sin la violencia de la metodología, sin saturación. Lugar que no promete la satisfacción del Todo pero que da lugar a lo nuevo.

Vale la pena recordar que si al borde de la muerte se puede respirar un instante más, es porque se puede sobrevivir. Como decía la nunca bien ponderada Scarlett O’ Hara: mañana será otro día.