sábado, 30 de julio de 2011

ENTRE LA PESADILLA Y LA BROMA

El infiernosegún Dante
Nada más horroroso que al quejarnos y gritar con indignación “llame a su jefe!”, encontrarnos con que aquel mequetrefe al que despreciamos era el primer escalafón de la jerarquía. 

Experiencia que puede ser casi siniestra, en la medida en que pone en juego la enfermedad mortal del neurótico: la caída del gran Otro que hacemos existir.

Esta operación es central en nuestro drama existencial: nuestra falta de fundamento. No somos por nada y para nada esencialmente. Carencia que nos lleva a buscar justificaciones, pruebas de existencia; algo así como “nuestra misión”, el “estamos por algo”.  Como si la existencia fuera algo del orden de lo necesario.
Al buscar justificaciones para nuestra existencia, demandamos a otro ser algo para él.  Así hacemos existir a un gran Otro. Uno del cual esperamos respuesta, pero sobretodo reconocimiento. 

Como en el ejemplo del jefe. El supuesto empleado no nos sirve, nos ofusca porque nos trata como a uno más, no somos nada para él. Él sólo cumple con las  normas que son iguales para todos, no hay excepción. Qué esperamos nosotros? Que exista uno que si sepa reconocer nuestra queja, en el fondo que somos especiales. Claramente ese otro debe ser uno ideal, Otro que esté a la altura de reconocer esto.

Se darán cuenta de que el amor es un lugar privilegiado para darnos existencia.  Ser algo para alguien. Todos sabemos lo difícil que es despachar a un pobre enamorado que no nos interesa,  por el valor que tiene ser preciados para éste. El “Existo porque Dios me ama” puede entenderse en este mismo sentido.
La consecuencia de esta dependencia al Otro, encarnado en alguien, institución o idea, es nuestro sometimiento. Sometimiento con-sentido que explica lo que Freud llamaba “Los que fracasan cuando triunfan”. Vocación de segundón del neurótico, quien se apuna a las puertas del éxito. Como si el ir más allá del ideal fuera estar en contra del Otro. 

Superar al Otro del ideal, al padre, la institución, la ideología, se vive como una traición que desdibuja el lugar de referencia y arroja al sujeto a la soledad del “haz lo que se te dé la gana”. Lugar que en nuestra fantasía lleva a suponer el exceso, el perder (ser) en el descontrol.

De ahí que muchas veces preferimos el beneplácito del jefe que ir más allá de él. Preferimos que éste nos ame, o preferimos odiarlo y justificar nuestro malestar en su nombre.

Luego de siglos de injusticias en la civilización, la teoría política no puede suponer que el poder de sometimiento es una cuestión solamente exterior, de un imperio – por cierto, del lado que sea-  que somete y obliga. A lo menos habría que suponer que en algo coincide con la estructura neurótica del sujeto.

Transitamos entre el deseo y el exceso. El deseo no consumado en la medida en que nuestro Otro opera como límite a no trasgredir. El exceso como fantasma del ir más allá de la ley del Otro.
Cuestión que es capitalizada en el discurso capitalista científico, el que nombra, o mal-dice aquello que transgrede su ley con etiquetas que van desde la enfermedad al terrorismo.

Esta lógica de sometimiento explica nuestra vocación al sacrificio para permitirnos algo del goce: es posible tomar alcohol después de “sacarse la mierda” trabajando; sentirse bien después de someter -a veces al límite- a nuestro cuerpo en el templo de la gimnasia.  A la lógica tras esto Lacan le llama plus de goce, Marx plusvalía. 

Por otro lado, cosas como escaparse del trabajo e irse de parranda o quedarse en cama sin hacer nada tienen como destino la culpa. De ahí el paso a merecer castigo es corto, a veces entregándonos más al sometimiento a la ley, a veces entregándonos más al exceso “para tocar fondo”. 

El éxito, en este contexto, es vivido muchas veces como algo que hay que cuidar y agradecer ya que el destino (otro nombre del gran Otro) nos dio la oportunidad. Si lo perdemos es entonces porque no estuvimos a la altura de nuestra encomienda divina y nos merecemos el castigo y aspiramos a una redención. Algo así como el rock star o el futbolista rehabilitado que vuelve al camino del Señor.

…y en eso nos pasamos, entre la cobardía y la culpa. Entre la pesadilla de perdernos en el exceso y la broma de esperar referencia de Otro al que se le paga con sometimiento.

El psicoanálisis opera en contra de esta divina comedia. Ya que no apunta a obturar esta falta de fundamento, ni llenarla de autoestima, ni de un conocerse a sí mismo (que siempre apunta a conocer lo bueno de sí); sino que lleva a un sujeto a interrogar todas sus dependencias a ideas, padres, amores, destinos y castigos recurrentes. 

No busca nuevas metáforas más benignas de lo necesario. Supone la contingencia, algo así como: si le fue bien o le fue mal no significa nada. Ni que se es top ni una basura, ni que los dioses están de mi lado ni que me odian. Simplemente una mezcla de circunstancias que un hacen que un día sea gris y otro brillante. Asume que todo lo que sube tiene que caer…pero puede volver a subir un rato más.

Se trata de un dispositivo ético, que interpela a un sujeto en su deseo y a vérselas de frente con la ley de su corazón (Hegel).  Ley que no acepta el universal de lo necesario, de lo que tiene que ser porque así son las cosas. 

La caída de lo necesario, del padre ideal, de Dios implica perder el amparo neurótico, pero permite sobrepasar el destino sin someterse a los designios del horóscopo. 

No todo está escrito.