martes, 22 de marzo de 2011

De héroes y otras tumbas








Para mi hermana del alma




Conmovedor es la palabra que se me viene a la cabeza frente al testimonio de James Hamilton, víctima de Fernando Karadima, en Tolerancia Cero. Como atea practicante, mi percepción respecto de la institución eclesiástica no cambia demasiado; más bien lo que me interpela es la humanidad del acto de Hamilton.

Humanidad, en tanto que en su relato-denuncia se autoincluye como sujeto sexuado; desmitificando la distinciones higienizadas entre víctima y victimario. Asumirse como sujeto sexual es una de las parte más duras en alguien que es abusado, generando confusión y una culpa aniquilante. Culpa descomunal, que es además alimentada por ese sentido común cruzado por la ideología de la estupidez que supone que las cosas son blanco o negro. Le gustó o no le gustó?, “ella lo provocó”, “él es gay”, en fin rótulos que desde la irresponsabilidad sirven al encubrimiento perverso.

Un abusado no es muerto (aunque a veces por la culpa, viva como si estuviera muerto). Siente. Se enreda. Se pervierte. Sin embargo, aunque las cosas puedan no ser asépticas, hay algo que es fundamental: cuando se toma a alguien sexualmente bajo una relación de poder, eso es un abuso.

Por eso es importante no confundir estos abusos como un problema de “homosexuales hipócritas” sino que se trata de psicópatas encubiertos. Las instituciones que avalan la jerarquía y el poder sin cuestionamientos, y que toman a sus subordinados, súbditos o hijos como objetos; son espacios de caldo de cultivo para la perversión. Está lejos de ser un problema sólo de la iglesia: ya que un cura, “el papá”, el profesor o el gurú de cualquier patraña seudo oriental puede tener estatuto de representante de lo absoluto para un sujeto.

Acá me encuentro con un problema fundamental: lo absoluto. En la medida en que se cree en Otro (sí, con mayúscula): persona, institución, ideal, como algo superior desde el punto de vista de lo perfecto, total, absolutamente necesario; se generan dependencias, fusión, confusión. Creer en Otros absolutos puede provocar violencia hacia otros y hacia sí mismo (en la medida en que no se alcanza el ideal), así como el terror de luchar contra ellos.

Si bien nos encontramos en tiempos de la caída de los absolutos, hay quienes sostienen que para resolver las crisis de hoy se necesita volver a los autoritarismos. Nostalgias reaccionarias que insisten en seguir creyendo en tonterías; en seguir otorgando poder al lazo perverso.

Yo prefiero que el Otro no exista, al menos no en su versión totalitaria.

Con esto no digo que no se pueda creer en nada, siempre se puede amar a los otros. Pero desde el psicoanálisis sabemos que la condición del amor – no de la obsesión ni de la cautivación perversa – es que el otro muestre su fisura, su imperfección, su humanidad para encontrar un lugar ahí.

Por último, antes que heroico me parece que es un acto ético el de los denunciantes. En tanto que los héroes aman lo absoluto, mientras que los actos éticos son solitarios y tienden a ser víctima de lo absoluto. Bueno, eso ya es tema para otro artículo.